Robert Redford siempre fue visto como el símbolo del glamour clásico de Hollywood, repleto de carisma, talento y una carrera llena de películas memorables, como Nuestros años felices, Nada es para siempre y Gente como uno. Sin embargo, detrás de esa imagen de estrella dorada había un hombre mucho más crítico con la industria que lo vio nacer. Lo curioso es que su desencanto no surgió en sus últimos años ni tras alguna polémica, sino en el inicio de su trayectoria, cuando todavía luchaba por abrirse camino.
Durante décadas, Redford fue la figura que se movía en el cine comercial con propuestas más arriesgadas, alguien que podía protagonizar un éxito en taquilla y, al mismo tiempo, impulsar proyectos independientes desde el Sundance Film Festival, plataforma que él mismo fundó. Pero ese compromiso con el cine como expresión artística tenía un origen muy concreto: una desilusión que lo marcó desde finales de los sesenta.
La película que lo cambió todo
Corría el año de 1969 cuando Redford decidió embarcarse en su primera película independiente, Downhill Racer o El descenso de la muerte en español. Se trataba de un drama deportivo que giraba más en torno a la psicología de sus personajes que a la adrenalina de las competencias de esquí. Para el actor, era la oportunidad perfecta de apostar por un cine íntimo, honesto y alejado de las fórmulas convencionales que reinaban hasta entonces.
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La producción fue todo menos sencilla. Según contó el propio Redford a Harvard Business Review, nadie cobró un salario, ni actores ni productores. Fue un rodaje impulsado más por la pasión que por los recursos. Lo importante, al menos para él, era conseguir que la historia llegara a la pantalla, aunque eso significara sacrificar comodidades o cualquier ganancia económica. Sin embargo, el entusiasmo de Redford pronto se enfrentó con la realidad más dura: estrenar la película no iba a ser tan sencillo como soñaba.
La amarga sorpresa y el nacimiento de un festival
Cuando la cinta estuvo lista, ningún estudio apostó por ella. No se esperaba que fuera un éxito comercial, así que apenas se estrenó en unas cuantas salas. Para colmo, Redford y Michael Ritchie, director de la cinta, tuvieron que hacerse cargo de la promoción con sus propios medios, prácticamente rogando que la gente se interesara.
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El actor explicó que en aquella época el sistema de distribución en Estados Unidos estaba completamente cerrado. Los estudios mantenían acuerdos con las cadenas de cines que databan de varias décadas, y las películas pequeñas, sin personajes poderosos para impulsarlas, simplemente no tenían cabida.
"Hollywood no se trata de arte, eso ya lo sabía. Pero no me di cuenta de que la única pregunta que hay que responder si realmente se quiere que una película se produzca y distribuya [...] es: '¿Cómo va a generar ingresos el proyecto?'", confesó en en la entrevista.
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El aprendizaje lo marcó profundamente y entendió que, si quería proteger el cine como un espacio para la creatividad, debía buscar caminos alternativos. Y así fue como años más tarde fundó el Festival de Sundance, que con el tiempo se convirtió en el escaparate más importante para el cine independiente en Estados Unidos.