Una premisa impactante que no termina de explotar
por Uriel LinaresTras una espera de casi seis años, la ganadora del Oscar Kathryn Bigelow regresa con la nueva película de Netflix Una casa de dinamita, que, desde su premisa, promete tensión, temas políticos y bastante angustia existencial. La también directora de Detroit nos plantea un escenario bastante inquietante pero nada lejos de la realidad: ¿qué pasaría si Estados Unidos fuera atacado con un misil nuclear de origen desconocido? La respuesta llega, sin embargo, no es tan contundente como el planteamiento inicial promete.
Desde los primeros minutos, Una casa de dinamita atrapa con un ritmo bastante rápido. Bigelow construye un clima de pánico y urgencia con precisión quirúrgica: la edición es sumamente cuidadosa, los diálogos son rápidos y la tensión escala con cada plano. Es un arranque que recuerda al mejor cine político de la directora, donde la presión y la moralidad se enfrentan en una misma habitación. No encontramos respiro ni espacio para perdernos; todo ocurre a un ritmo que te mantiene pegado a la pantalla.
En esta parte, la interpretación de Rebecca Ferguson destaca enormemente. Su personaje, que es una madre, esposa y figura del gobierno estadounidense, se equilibra con la frialdad profesional y la angustia de saber que su familia está en peligro. Ferguson transmite esa dualidad con naturalidad: el deber y el miedo, la mente racional y el sentimiento que puede hacerla fallar. Es en ella donde la película encuentra representado su lado humano.
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Sin embargo, dicho todo lo anterior, Una casa de dinamita pierde fuerza en su segunda parte. Bigelow decide contar los mismos eventos desde distintos puntos de vista: el senador, el general, el presidente, el subsecretario de defensa. Pero este recurso, en lugar de llevarnos a una trama más profunda, se vuelve bastante repetitivo. Las mismas conversaciones y preocupaciones se reescriben una y otra vez, afectando el ritmo y diluyendo la tensión creada con su propia premisa.
El guion, que al principio parecía quirúrgico y sin relleno, empieza a sentirse pesado. Es como si la película, después de un arranque perfecto, se quedara estancada en el mismo minuto del ataque, sin avanzar hacia un verdadero desarrollo emocional o narrativo.
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Llegando a su punto clave, la directora apuesta por un cierre abierto, casi filosófico, en el que no se nos muestra ni el resultado del ataque ni la decisión del presidente. Dándole una sensación de segundas partes, pero, sin una realidad de que esto vaya a ocurrir. Si bien podemos decir que es una elección valiente, también resulta frustrante. Con un tema tan cargado de tensión política y emocional como la guerra nuclear, la ausencia de una conclusión clara deja la sensación de que algo falta.
Es cierto que Bigelow busca una reflexión más profunda, quizás sobre el sinsentido de la guerra o la incertidumbre del poder, pero el público actual, acostumbrado a encontrar respuestas aunque sean incómodas, puede salir de la sala o al apagar su televisión con una sensación de vacío. Y no del tipo que genera reflexión, sino del que te hace pensar cuál es el punto de estas producciones.
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Desde lo técnico, esta producción de Netflix brilla en su diseño de sonido y en la edición inicial: el ritmo, la música y el montaje logran transmitir el caos interno de un país frente a su propia vulnerabilidad. Bigelow demuestra que sigue siendo una maestra del suspenso político y del cine bélico contemporáneo. Pero, conforme avanza, la narrativa se cae y el impacto emocional se apaga, dejando un sabor a oportunidad desaprovechada.
En resumen, Una casa de dinamita es una película intensa y necesaria, que abre un debate importante sobre el poder y la fragilidad humana frente a la guerra. Es un producto cinematográfico que vale la pena ver, aunque su dinamita no llegue a explotar como esperamos. Bigelow nos entrega una reflexión más que una catarsis… y quizá, en estos tiempos, eso también podríamos necesitarlo.