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    Tres anuncios por un crimen
    Críticas
    4,5
    Imprescindible
    Tres anuncios por un crimen

    En Ebbing no es fácil (ni será) sobreponernos a nuestros prejuicios

    por Olivier Fuentes

    Tres filmes y un cortometraje ganador del Oscar (Six Shooter, 2004), le han bastado al cineasta británico Martin McDonagh para hacerse de un sello en el que siempre ha predominado una cosa: el peligro.

    De los asesinos a sueldo irredentos de In Bruges (2008), que en su humor negro encontraban un falso bienestar, a los marginales protagonistas de Seven Psychopaths (2012) que en su demencial rutina se metían en los contratiempos más insólitos (como secuestrar el perro de algún mafioso), el director siempre optó por un desarrollo que transmitiera la sensación de que algo iba a salir mal o que la película se desbocaría hacia un giro torcido. Cinco años después McDonagh vuelve con una obra que comparte esas características, aunque ahora denotando a un cineasta/autor de formas mucho más complejas y refinadas.

    Mildred (extraordinaria Frances McDormand) es una madre que buscando esclarecer el terrible asesinato de su hija adolescente, contrata el espacio publicitario de tres grandes anuncios ubicados justo en la periferia del aludido pueblo de Ebbing, en Missouri. Dicha acción tiene como objetivo ejercer presión sobre las autoridades; siete meses de investigaciones infructuosas son demasiado así que Mildred confronta a la ley por medio de tres simples pero poderosos enunciados: “Violada mientras agonizaba” “Aún no hay arrestos” “Cómo es eso, Jefe Willoughby?”

    Teniendo como escenario el midwest –esa mal llamada América profunda cuyos habitantes arraigan un patriotismo rancio simbolizado en armas, racismo, bares de carretera y lo que mejor les acomode del Partido Republicano– intuimos que estamos frente a un western moderno donde Mildred será la justiciera que en sus adustas formas hace frente al Jefe Willoughby (Woody Harrelson) y sus inútiles secuaces como el grupo de “villanos” que tiene secuestrada la ley a su conveniencia.

     Sin embargo, he aquí que McDonagh saca relucir esa firma de autor mencionada al inicio. Sólo que en esta ocasión no estableciendo circunstancias donde la amenaza sea tan impredecible como constante, sino virando hacia una dirección que resulta, por decir lo menos, desafiante para el público. Y he ahí el gran acierto (uno que ha desconcertado) de su propuesta.

     Los anuncios, para bien y para mal (más mal, de hecho) se vuelven determinantes en la vida del pueblo. Willoughby es quien debe lidiar con ello tratando de convencer a Mildred de que sus formas no son las indicadas y que pueden resultar en algo peor. Un ‘ella contra todos’ que provoca la empatía inmediata iniciando así un atractivo estira y afloja lleno de diálogos y situaciones corrosivas en las que, casi siempre, de una u otra forma está involucrado el oficial Dixon (Sam Rockwell), quien en esta primera mitad del filme funge como un cruel comic relief (si se le puede llamar así) que dibuja de cuerpo entero el estereotipo del Estados Unidos que se nos presenta, a la vez que va adquiriendo importancia dado su comportamiento racista y absurdas rabietas.

    Sin embargo, el guion de McDonagh, con calculada osadía, hace que el Jefe Willoughby tome una decisión determinante que transforma la cinta y cambia las reglas del juego. ¿Qué tal si Mildred no representa la revancha que dicta el canon argumental? ¿Qué si tampoco el departamento de policía o Dixon son los villanos? Si el crimen está lejos de resolverse como esperamos o deseamos.

    Si a excepción de su estética Tres anuncios por un crimen hasta el momento iba casi de la mano con el talante vengativo de True Grit (2010) de los Coen, McDonagh traslada la historia a terrenos donde el sentido de justicia se diluye en una provocadora incertidumbre. Willoughby, en un arco fascinante, le hace ver a Mildred las escasas (casi nulas) probabilidades de su misión; y más importante: le demuestra a Dixon, su incorrecto subalterno, que esa ira que lo domina (producto de su disfuncional familia de padre ausente y madre racista e ignorante) carece de consciencia y puede convertirse en un motor que, con algo de paciencia y amor, lo llevará a ser una mejor persona.

    ¿Simpatizar con el tipo más racista y cruel de la historia? McDonagh lo pide no en forma de redención o salida facilona (aunque en una primer lectura así lo parezca), sino como vehículo para mostrar otra mirada a un escenario que hoy es administrado por una figura peligrosamente similar a este personaje. Quizás eso, la línea directa que traza con la actualidad de la administración Trump y por ende la familiaridad con el odio que despierta Dixon, sea lo que provoca reticencia parte del público hacia un giro que, repito, desafía como pocos filmes lo han hecho en años recientes. Pero, ¿no es el cine precisamente una de las grandes expresiones artísticas contemporáneas para cotejar la vida?

     Si McDonagh es capaz de revertir los costumbrismos que se esperan de esta tragedia cuasi rural, ¿no lo somos nosotros de ver más allá de las convenciones de sus personajes? En el ficticio Ebbing como en la realidad, no es (ni será) fácil sobreponernos a nuestros prejuicios, pero tenemos un largo camino enfrente para encontrar esa extraña humanidad que brillantemente propone este filme.

     

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