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    Tres rostros
    Críticas
    4,0
    Muy buena
    Tres rostros

    Pahani vuelve a juguetear con la docuficción para hacer una punzante crítica a la sociedad iraní

    por Arantxa Luna

    Es extraño, parece muy real. No hay razón para dudar”, dice pensativa Behnaz Jafari, una famosa actriz en Irán. Entre sus manos sostiene un celular, y en él se reproduce el video que grabó Marziyeh Rezaei, una joven que, desesperada, implora por su ayuda o el suicidio será su única opción. ¿La razón? La asfixiante sociedad conservadora que la rodea. 

    Para los ojos occidentales, Marziyeh no pide nada extraordinario, sólo quiere estudiar, entrar a un conservatorio, ser actriz; sin embargo, su pequeño poblado en Irán se niega a concebir a un miembro de su comunidad como artista y mucho menos si se trata de una mujer. Cuando Jafari observa el video, la cámara fija que la encuadra hace resaltar en su rostro una duda: “¿Por qué a mí? Y es que, sin saberlo, ella es clave en este road trip llamado Tres rostros (2018). 

    Tres rostros es la reciente película del director iraní Jafar Pahani, una entrega que vuelve a explorar los límites de la docuficción, un ejercicio que ya había trabajado en Taxi Teherán (2015), su anterior producción, y aunque entre ambas hay un interés por explorar a una sociedad tan compleja como la iraní, en Tres rostros ya no está el humor negro ni el cinismo que Pahani ha usado como forma de manifestar su descontento ante las acciones del gobierno que incluyen, entre otras cosas, prohibirle filmar al director.  

    En esta ocasión, Pahani transformó esos elementos para construir una película que se siente más cercana. Esta nueva historia también atraviesa los motivos sociales y políticos tan característicos de su cine, sólo que ahora es más evidente que a través de las mujeres su observación de la sociedad iraní también parece ser una declaración de solidaridad ante el machismo y la misoginia. Así, perturbada con el video que recibe, Behnaz Jafari contacta con el propio Pahani para que la ayude a encontrar una respuesta ante todas las dudas que la acechan. 

    Cuando Jafari emprende el viaje con Pahani, inicia un doble juego de realidades: sin pretender ser alguien más, los dos se interpretan a sí mismos dentro de un universo totalmente ficcional. ¿La amenaza de suicidio, el deseo de ser artista e incluso la aldea serán elementos reales? Nunca se sabrá, y es que el director no ambiciona desmentir o afirmar los hechos, simplemente avanza en una narrativa en donde el universo de Tres rostros es un pequeño fragmento de lo que se vive en Irán. 

    De esa cotidianeidad, Pahani extrae ambos temas para incorporarlos en su tarea de observación. Al acompañar a su amiga actriz, Pahani no se asume como un protagonista, sólo es el compañero que funge de guía en un viaje por la vida rural de su país. En un acto respetuoso, Pahani hace de Tres rostros un ejercicio franco en donde ellas son, por fin, las que conducen por sí solas su voz. El director no pretende explicar estas problemáticas ni posicionarse activamente respecto a ellas.

    Al asumir este rol, Pahani vuelve a colocar la cámara en un lugar privilegiado que lo dota de una presencia omnipresente, un estilo en donde ésta los mira desde el interior del vehículo en donde se han transportado, que los sigue con precisión en suaves paneos y desplazamientos discretos. Esta sencillez en las decisiones técnicas de dirección contrasta con el ritmo y los tintes de thriller detectivesco que sube poco a poco de tono hasta la primera mitad de la película; a partir de aquí, Pahani deja a un lado el misterio de la grabación para reflexionar no el cómo, sino el por qué

    Cuando el viaje parece llegar a una conclusión, el escenario en Tres rostros se expande: en el mismo poblado en donde se reúnen Jafari y Marziyeh, está otra mujer que, como ellas, ha desafiado las reglas: Shahrzad, una vieja actriz aislada del pueblo que parece vivir con orgullo sus glorias pasadas en los escenarios. De esta manera, la película hace un símil con su título: tres rostros que son un comentario viviente sobre la imposibilidad y los esfuerzos que significa ser mujer más allá del hogar, los matrimonios forzados y los hijos. 

    Rodeadas por la representación de una masculinidad que se antoja rancia (el hermano colérico, los viejos “sabios” del pueblo, el toro semental), Jafari, Marziyeh y Shahrzad son tres generaciones y tres ejemplos de cómo la vocación creativa choca con el conservadurismo de las tradiciones. Estas aptitudes son consideras un mal que debe erradicarse del pueblo, una condena que se asemeja a la situación que vive el propio Pahani con la prohibición que pesa sobre él y que al mismo es una reflexión sobre el cine y la ilusión de libertad que lo acompaña, y aunque se posicione como un elemento narrativo “neutral”, el director iraní vuelve a plantear una mirada crítica sobre la sociedad retrograda e intolerante. 

    En este universo, un viejo habitante del pueblo aclama que “Todo se desmorona sin reglas”, una coordenada para trazar la dicotomía sobre la percepción de la mujer artista: es contemplada, deseada, reconocida, pero al mismo repudiada y olvidada por un sistema que desecha la otredad. Al presentarnos estos tres cosmos, el director iraní coloca a la ficción y sus límites como una manera de resistir en la contracorriente. 

    De estas formas de resistencia, Marziyeh le cuenta a Pahani una anécdota en donde dice que es más fácil que se cambien todos los días las reglas para cruzar la estrecha carretera (única entrada) que rodea el pueblo, a tratar de arreglarla para ampliarla como un camino libre. Lo dice con amargura mientras recuerda el día que intentó hacerlo y su esfuerzo fue rechazado por su “condición” de mujer. Así, es significativo que más adelante, Jafari decida bajarse del vehículo, dejar atrás a Pahani, y caminar por ese espacio polvoso y mal trecho. Ella prefiere arriesgarse a ser parte de una tediosa dinámica que no lleva a ningún lado.  

    Sí, no hay razón para dudarlo. No es extraño, es real: Pahani hace que esta escena, la de la mujer que cruza por su propio pie un espacio simbólicamente masculino, sea una metáfora eficaz sobre la problemática que habita la película: la mujer ante la mirada condenatoria que le niega trazar su propio camino.

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