‘Grand Tour’: Amor, memoria, fuga y la reinvención del cine de viajes
por Luis Fernando GalvánEl cine de Miguel Gomes se caracteriza por una constante exploración de la memoria, tanto individual como colectiva, a través de una mirada lúdica y poética. Sus películas, incluyendo Tabú y Las mil y una noches, desafían las convenciones narrativas al recurrir a estrategias híbridas que incluyen el registro documental y la mirada desafiante del cine experimental. Estos elementos se encuentran en la base de Grand Tour, donde el director despliega una narrativa que se desliza entre el pasado y el presente, entre la realidad y la ficción, configurando un viaje cinematográfico tan elusivo como envolvente.
La película, presentada en el Festival de Cannes 2024 y galardonada con el premio a la mejor dirección, parte de una premisa inspirada en El caballero del salón, la novela de William Somerset Maugham. Sin embargo, Gomes no se limita a una adaptación fiel, sino que reinterpreta su esencia con una estructura fragmentaria y evocadora, propia de su estilo.
La trama sigue, en 1918, a Edward (Gonçalo Waddington), un funcionario británico en Birmania que, al recibir un telegrama anunciando la inminente llegada de su prometida Molly Singleton (Crista Alfaiate), huye aterrorizado por la idea del matrimonio. Su huida lo lleva a través de un vasto recorrido por el sudeste asiático, Japón y China. A su vez, Molly decide seguirlo incansablemente, configurando una historia que, en manos de Gomes, adquiere tintes de parábola sobre el destino, el azar y los encuentros fallidos.
Uno de los aspectos más fascinantes de Grand Tour es su propuesta formal. Gomes implementa un montaje que busca crear una especie de “tiempo cinematográfico único”, mezclando imágenes de época con registros documentales contemporáneos. Este cruce de temporalidades genera un cortocircuito visual que desafía la linealidad de la narración y refuerza el carácter onírico de la película. En lugar de un relato continuo y convencional, el filme se compone de capas superpuestas, donde el presente se filtra constantemente en la reconstrucción del pasado.
El contraste entre realidad y artificio también se evidencia en la puesta en escena. Mientras los escenarios naturales y las imágenes documentales presentan un mundo inmediato y tangible, las secuencias interpretadas resaltan su carácter ficticio. Los personajes se mueven en decorados que evocan la estética del cine mudo, con fondos borrosos y escenografías estilizadas que enfatizan la artificialidad de la representación. Esta estrategia, lejos de ser un mero recurso estético, refuerza el tono lúdico e irónico de varias de las situaciones.
La ironía, de hecho, impregna toda la obra. Gomes se distancia de la tentación del naturalismo para abrazar una abstracción que convierte su Grand Tour en un ejercicio de distanciamiento. La película no pretende capturar la realidad con precisión, sino más bien reimaginarla, reinterpretarla a través de un prisma que oscila entre lo documental y lo teatral. Este juego de oposiciones alcanza su máxima expresión en las secuencias de espectáculos tradicionales de Oriente que aparecen en distintos momentos del filme, recordándonos que toda representación es, en última instancia, una construcción.
En este sentido, el filme es también una exploración del propio cine como expresión artística. Gomes demuestra una pasión extraordinaria por la historia del séptimo arte, incorporando referencias y técnicas que remiten tanto al cine clásico como a las vanguardias experimentales. La combinación de blanco y negro y color, el uso de formatos analógicos como el super 16mm y la inclusión de teatro de sombras birmano subrayan esta devoción por las formas cinematográficas del pasado.
La película se convierte así en un homenaje a la tradición del cine mientras cuestiona sus convenciones. En una de las escenas más memorables, un plano de una oficina de correos en Saigón de la época actual se yuxtapone con un contraplano que nos transporta de inmediato a 1918. Esta transición repentina nos recuerda la magia del cine, su capacidad de jugar con el tiempo y el espacio de manera orgánica e impredecible.
El filme también plantea una reflexión sobre el colonialismo y la historia de Asia en la era de las potencias europeas. La elección de cambiar de voz narrativa según el país en el que se desarrolla la acción refuerza esta dimensión política, ofreciendo una perspectiva plural y polifónica. Gomes traza un mapeo postcolonialista del este de Asia, contrastando el pasado imperial con el presente globalizado.
La riqueza visual de la película se complementa con una atención meticulosa al diseño de producción. Los paisajes naturales conviven con el bullicio urbano, los colores vibrantes de los fuegos artificiales contrastan con la oscuridad de la jungla, y los elementos teatrales aportan una capa adicional de artificio. Este despliegue de imágenes refuerza el carácter inmersivo y sensorial de la experiencia cinematográfica.
Más allá de su complejidad formal, Grand Tour es, en esencia, una película de amor. No solo la historia de Edward y Molly, con su dinámica de huida y persecución, sino también otras variaciones del sentimiento amoroso que se entrelazan en la narrativa. Desde el pretendiente alternativo de Molly hasta el cantante de karaoke que rompe en lágrimas interpretando “My Way”, la película sugiere que el amor, al igual que el cine, es un acto de búsqueda y reinvención constante.