Un apagón total, paranoia y el derrumbe silencioso de la sociedad; así es el thriller de Netflix que muestra un colapso realista sin zombies ni desastres espaciales. Una historia inquietante sobre tecnología, miedo y desconfianza.
Hay películas apocalípticas que recurren a amenazas gigantescas: invasiones alienígenas, pandemias imparables, meteoritos rumbo a la Tierra o zombis sedientos de sangre. Basta recordar títulos como La guerra de los mundos, Estación zombie, Contagio, Impacto profundo o Soy leyenda para ver cómo el cine ha imaginado el fin del mundo a partir de fuerzas devastadoras y espectaculares.
Pero Dejar el mundo atrás, el inquietante thriller de Netflix dirigido por Sam Esmail, va por un camino mucho más realista y, por lo tanto, más perturbador. Su premisa no depende de criaturas sobrenaturales ni de efectos visuales exagerados, sino del colapso silencioso de aquello que sostiene nuestra vida diaria: la tecnología.
Un colapso tecnológico más real de lo que queremos admitir
Basada en la novela de Rumaan Alam, la película plantea una pregunta tan simple como aterradora: ¿qué pasaría si, de un momento a otro, dejáramos de tener acceso a internet, información, electricidad o comunicación básica? Dejar el mundo atrás examina con precisión cómo esa pérdida puede desencadenar paranoia, aislamiento y el derrumbe de la confianza entre personas obligadas a convivir en un mundo que se desmorona sin explicaciones visibles.
El relato inicia como unas vacaciones familiares. Amanda (Julia Roberts) y Clay (Ethan Hawke) deciden escapar del ritmo frenético de Nueva York para pasar unos días tranquilos en una casa de lujo en Long Island. Pero la aparente calma se quiebra cuando un petrolero encalla sin explicación frente a la playa. Esa primera señal de caos (absurda, desconcertante y silenciosa) marca el inicio del fin de la normalidad.
La tensión se intensifica con la llegada de G.H. Scott (Mahershala Ali) y su hija Ruth (Myha’la), quienes aseguran ser los dueños de la casa y buscan refugio ante un apagón masivo en la ciudad. Conforme el apagón avanza, los protagonistas se enfrentan a la incertidumbre: aviones caen del cielo, los teléfonos siguen inoperables y ningún medio de comunicación ofrece respuestas. La imposibilidad de acceder a información (esa que damos por segura y siempre disponible) convierte la situación en un experimento social sobre cómo reacciona un grupo de personas privadas de cualquier certeza.
Una historia de paranoia, desigualdad y grietas sociales
Uno de los grandes aciertos del filme es mostrar cómo, frente a una amenaza difusa, las personas no necesariamente se unen: se dividen. Los personajes empiezan a sospechar unos de otros cuando lo que deberían temer está mucho más lejos. Para Amanda, la llegada de G.H. y Ruth en medio del caos se convierte en un detonante emocional que revela sesgos latentes y temores irracionales. Esta tensión racial es tratada con matices: no se usa para sermonear, sino para mostrar lo frágiles que son las normas sociales cuando lo desconocido golpea a la puerta.
Fiel a su estilo en series como Mr. Robot, Sam Esmail construye un thriller psicológico que incomoda antes de explicar. Su cámara inquieta, los encuadres asimétricos y los silencios prolongados generan una atmósfera de peligro constante. No hay explosiones espectaculares ni persecuciones grandilocuentes: hay miradas, pausas y conversaciones que se sienten cada vez más tensas. Esmail aprovecha cada plano para sugerir que algo está mal incluso cuando nada ocurre en pantalla. La incomodidad crece como una sombra invisible que se cierne sobre los personajes y sobre el espectador, elevando la película más allá de un simple drama apocalíptico.