A principios de los 2000, el cine vivía una fiebre mágica. Harry Potter arrasaba en taquilla, El Señor de los Anillos dominaba los premios y los estudios buscaban desesperadamente su propia saga fantástica para enganchar al público adolescente. Bastaba con abrir cualquier libro juvenil con un dragón, un mago o una profecía para que alguien en Hollywood encontraba una mina de oro.
Fue una época de apuestas ambiciosas: mundos nuevos, efectos visuales espectaculares y la promesa de convertirse en "la próxima gran franquicia". Algunas, como Las crónicas de Narnia, lograron sobrevivir por un tiempo, y otras simplemente no tuvieron la magia suficiente para volar.
Un dragón, un elegido y un sueño truncado
Ese fue el caso de Eragon, la película que llegó en 2006 con la intención de convertirse en el nuevo fenómeno fantástico, pero terminó siendo uno de los fracasos más recordados del género. La historia estaba basada en la novela homónima de Christopher Paolini, escrita cuando el autor tenía apenas 15 años, con todos los ingredientes para triunfar: un joven campesino que encuentra un misterioso huevo de dragón, una profecía, un reino en guerra, un maestro sabio y una criatura majestuosa con la que forma un vínculo único.
IMDb
En el papel, sonaba como un acierto seguro. El estudio 20th Century Fox apostó fuerte, con un presupuesto de más de 100 millones de dólares, efectos visuales de punta y un elenco encabezado por Ed Speleers, Jeremy Irons y Rachel Weisz (quien daba voz al dragón, Saphira). Pero el resultado final fue una especie de un hechizo mal lanzado.
Pese a la ambición detrás del proyecto, la película fue un fracaso crítico y comercial. Los fans del libro la consideraron una traición total al material original, mientras que el público general la vio como una copia diluida de Harry Potter y El Señor de los Anillos. El dragón se veía bien pero el resto parecía una mezcla sin alma de clichés de fantasía.
Lo que salió mal
El principal problema de Eragon fue que intentó acelerar una saga sin construirla primero. En lugar de tomarse el tiempo para desarrollar a sus personajes y su mundo, la película condensó la trama del libro en poco más de hora y media, sacrificando profundidad por velocidad. Lo que en la novela era una historia de crecimiento y destino, en la pantalla se convirtió en una sucesión de escenas predecibles.
IMDb
El tono también fue un problema. Harry Potter tenía encanto y humor, y El Señor de los Anillos, era épica y seria. Eragon no terminaba de decidirse entre ambas. Su protagonista carecía de carisma, la narrativa se sentía forzada y los diálogos, incluso con Jeremy Irons a bordo, sonaban como frases sacadas de un manual de clichés fantásticos.
Eragon fue, en su momento, una advertencia para Hollywood: no basta con copiar la fórmula del éxito. Las historias que perduran no se construyen con hechizos visuales, sino con personajes que importan y mundos que se sienten reales.