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    Dolor y gloria
    Críticas
    5,0
    Obra maestra
    Dolor y gloria

    Poderosa revisión sobre el dolor de crear y el quéhacer cinematográfico

    por Carlos Gómez Iniesta

    Vaya regreso que ha tenido Pedro Almodóvar a la cuspide de los autores tras la presentación de Dolor y gloria en el festival de Cannes 2019. Y es que, seamos honestos, Los amantes pasajeros e incluso Julieta, nos hicieron temer que el gran director perdiera su toque. Qué bien se siente estar equivocado... Este festival es apenas la primera estación de una larga lista de premiaciones en la que esta película tendrá que estar muy presente. Incluso en las categorías centrales de reconocimientos como el Oscar o BAFTA.  

    Con poco menos de dos horas el realizador ha logrado conjuntar una historia profundamente emotiva, un retrato del quéhacer cinematográfico y una velada autobiografía. Todo en un mismo lugar, todo embonando a la perfección. Salvador Mallo (Antonio Banderas) es un respetado director que desde hace 30 años no ha vuelto a hacer cine. La filmoteca de su país, sin embargo, considera que Sabor, su última película, es una joya que ha valido la pena restaurar para ser presentada por él y su protagonista Alberto Crespo (Asie Etxeandia) con quien no se habla desde el final de aquel rodaje. Solo, envejecido, lleno de remordimientos y achaques, Salvador trata de reconciliarse con su colaborador, lo que dará pie para reflexionar sobre su propia existencia y sus relaciones. 

    Es entonces que conocemos las muchas penurias que pasó de pequeño al mudarse a Valencia con su madre (interpretada por sus queridas Penélope Cruz y luego por Julieta Serrano). También su temprano despertar sexual, sus excesos en los años 80, la fama que lo llevo a ser ícono de La Movida madrileña y su primer gran decepción amorosa. De hecho, al correr de la historia vamos encontrando más y más similitudes con la propia vida de Almodóvar. Por ejemplo, la conflictiva relación que tiene con Crespo recuerda a la que sostuvo en la vida real con el también argentino Eusebio Poncella tras la filmación de La ley del deseo. O la presentación de la filmoteca con aquella que fue realizada en 2017 junto con una de sus actrices consentidas, Carmen Maura, con quien tuvo un sonado pleito mediático. Incluso aparecen autorreferencias a sus peliculas como los niños cantores de La mala educación o las mujeres lavando de Volver. SI bien la mayoría de las cintas de Almodóvar tienen tintes autobiográficos, y aunque haya dicho que no se tome como una biografía textual, sí es un recuento sincero en el que hasta el departamento del protagonista es una copia exacta del suyo, con sus propios cuadros y muebles. Dolor y gloria sí es donde se presenta más íntimo y desnudo. 

    Pero queda la impresión que todo esto quedaría anulado si Antonio Banderas no fuera el protágonico. Un álter ego de Pedro con el estilo y ese corte de pelo que tanto lo han caracterizado desde hace décadas. Siendo el actor que más veces ha trabajado bajos sus órdenes –ésta es la octava– quizá no haya quien lo conozca mejor y, sin embargo, tiene el gran acierto de no imitar sus ademanes o querer hacer una calca de su director. Más bien vemos a un Banderas como nunca lo habíamos visto: roto, nostálgico, de lento movimiento, consumido. Tuvo el virtuosismo de aceptar que en el guión estaban todos los momentos que impulsarían una de las mejores interpretaciones de su carrera. Cada que aparece a cuadro la pantalla brilla.

    Podemos sumergirnos en las vastas autorreferencias del filme y amar la cinta por estos detalles. Pero también se vale no conocerlos o no querer tomarlos en cuenta y el resultado debe de ser el mismo. Hay que admirar la técnica del guión, la música de Alberto Iglesias (ganará el Premio Platino por tercera vez al hilo), la fotografía de su recurrente José Luis Alcaine, pero por encima de ellos, la maestría de la narrativa cinematográfica aquí presentada. Almodovar juega con varios tiempos a la vez sin que siquiera sospechemos lo que hará con ello al final. Único. Pero fuera de tributos y tecnicismos, logra tocar fibras ultra sensibles al recordarnos que nadie, ni los más grandes artistas, están excentos de la necesidad de cerrar círculos y buscar perdones antes de que su vida o la de sus personas definitorias se extingan. También es una bella carta de amor al cine como salvador de vidas (Salvador, como el nombre del protagonista). Dolor y gloria entra ya entre lo mejor de su vasta filmografía. Es también el testamento en vida de uno de los realizadores más grandes que ha dado el cine en nuestro idioma.

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