Netflix se ha convertido en una ventana privilegiada para descubrir la riqueza del cine mexicano contemporáneo. Entre sus títulos más destacados se encuentran Roma de Alfonso Cuarón, una obra maestra que retrata con ternura y precisión el México de los años setenta; Bardo de Alejandro González Iñárritu, una introspección visual sobre la identidad y la memoria; y Ya no estoy aquí, dirigida por Fernando Frías, que captura el pulso de la juventud marginal de Monterrey a través de la música y la migración.
La película mexicana basada en el robo al Museo de Antropología que debes ver
A esta lista se suman Párpados azules de Ernesto Contreras, una delicada historia sobre la soledad y el deseo de conexión; Perdidos en la noche de Amat Escalante, que explora los límites entre la justicia y la venganza; y Perdida de Jorge Michel Grau, un drama psicológico cargado de misterio. En medio de esta diversidad de miradas, Museo de Alonso Ruizpalacios se erige como una de las propuestas más intrigantes del cine nacional reciente. Basada en uno de los robos más insólitos en la historia cultural de México, la película ofrece una profunda reflexión sobre la identidad, la autenticidad y el valor del arte.
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Desde el inicio, el director, conocido por Güeros y La cocina, deja clara su intención: “esta es una réplica de la historia original”. Con esa advertencia, Museo se distancia de la reconstrucción documental para ofrecer una reinterpretación libre del robo perpetrado en diciembre de 1985, cuando Carlos Perches Treviño y Ramón Sardina García sustrajeron más de 130 piezas del Museo Nacional de Antropología. En el filme, Juan (Gael García Bernal) y Wilson (Leonardo Ortizgris) son dos jóvenes que, movidos por el tedio y una necesidad de trascender, ejecutan un golpe tan absurdo como fascinante. Con una fotografía precisa de Damián García y un diseño sonoro milimétrico, Ruizpalacios transforma el acto criminal en una coreografía visual de tensión y extrañeza.
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'Museo', una reflexión sobre el arte y la necesidad de “hacer historia”
Lejos de glorificar el delito, el filme reflexiona sobre la autenticidad, el valor del arte y la apropiación cultural. En sus primeros minutos, el montaje alterna la voz en off del narrador con imágenes de archivo del traslado de la estatua del dios Tlaloc al museo, estableciendo un juego de espejos entre el robo oficial y el clandestino. Ruizpalacios plantea así una pregunta que atraviesa toda la película: si todo lo que conservamos es una copia, ¿dónde comienza realmente la historia?
Al subrayar su condición de réplica, Museo se vuelve más auténtica. A través de Juan, Ruizpalacios disecciona la obsesión por dejar huella, por no desaparecer en el anonimato. El protagonista busca capturar el pasado con sus propias manos, como si al robar las piezas pudiera apropiarse también de su sentido. Pero pronto descubre que el botín no tiene un valor real, que su crimen es una ilusión. En esa paradoja (robar lo inrobable, apropiarse del tiempo) yace la belleza trágica del relato.
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La película también tiene un eco metaficcional. Gael García Bernal interpreta a un hombre que busca “hacer historia” en un país que parece no tener memoria, y al mismo tiempo se interpreta a sí mismo: un actor que, como el personaje, revive el pasado para darle forma. Ruizpalacios convierte así la película en una reflexión sobre el propio cine como artificio, sobre la manera en que las imágenes, al igual que los objetos de un museo, pueden mentir, seducir y conservar lo perdido.