Los años 80 nos regalaron películas que no solo definieron una época, sino que marcaron a generaciones completas. Volver al futuro nos hizo soñar con viajes en el tiempo. El club de los cinco entendió como pocas el caos emocional de la adolescencia. Y Karate Kid convirtió a la disciplina y la perseverancia en filosofía de vida. Sin darnos cuenta, eran películas que nos estaban dando algo más que solo entretenimiento.
Pero entre explosiones, romances juveniles y artes marciales, hubo una cinta que decidió ir por otro camino. Una que apostó por las palabras, el pensamiento crítico y la idea de que vivir sin cuestionarse nada puede ser la forma más silenciosa de perderlo todo. No necesitó efectos especiales ni grandes villanos. Su impacto vino desde algo mucho más simple y mucho más peligroso: pensar por uno mismo.
Un internado donde todo parece estar escrito
Ese clásico es La sociedad de los poetas muertos y está tanto en Netflix como en Disney+. La historia se sitúa en 1959, en la estricta Academia Welton, un internado tradicionalista de Vermont reservado para los hijos de la élite conservadora de Estados Unidos. Ahí, el futuro parece trazado desde el primer día: excelencia académica, obediencia absoluta y, eventualmente, el ingreso a las universidades más prestigiosas del país.
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La presión es constante y no hay espacio para dudas ni para errores. Los estudiantes no solo cargan con exámenes y tareas, sino con las expectativas de padres que ya decidieron por ellos qué deben ser, estudiar y lograr. Todo funciona como una maquinaria perfecta, hasta que llega un nuevo profesor de literatura inglesa.
El profesor que enseña a mirar distinto
John Keating, interpretado por Robin Williams, rompe las reglas desde el primer momento. No dicta clases como los demás y no se queda detrás del escritorio: les habla de poesía, del amor, del arte y de la vida misma.
Keating no quiere que memoricen versos. Quiere que los sientan, los cuestionen y entiendan que las palabras tienen poder porque pueden cambiar la forma en que vemos el mundo. Y sobre todo, les repite una idea que se vuelve el corazón de la película: Carpe Diem, es decir "Aprovecha el día".
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Su influencia es especialmente fuerte en Neil Perry, un joven apasionado por el teatro que vive atrapado entre sus sueños y las órdenes de un padre que espera que estudie medicina. También en Todd Anderson, un adolescente inseguro que vive a la sombra de su hermano mayor y siente que nunca será suficiente.
El renacer de una sociedad secreta
Cuando los alumnos descubren que Keating fue parte, en su juventud, de un grupo llamado la Sociedad de los Poetas Muertos, deciden revivirlo en secreto. Se reúnen a leer poesía, a compartir ideas y a imaginar una vida distinta a la que les fue impuesta.
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Lo que comienza como un acto casi inocente se convierte en un despertar personal. Los chicos empiezan a cuestionar lo que antes aceptaban sin chistar. A preguntarse qué quieren realmente. A descubrir que vivir con pasión también implica riesgo.
Cuando la inspiración tiene consecuencias
La sociedad de los poetas muertos no idealiza la rebeldía ni promete finales fáciles, sino todo lo contrario. Muestra con crudeza que desafiar las expectativas puede tener un precio alto, especialmente en un entorno que no está dispuesto a cambiar.
¿Por qué verla? Porque La sociedad de los poetas muertos no es solo una película bonita sobre poesía. Es un recordatorio incómodo de que vivir en automático es una elección. De que postergar los sueños también es decidir. Y de que aprovechar el día no significa hacer locuras, sino atreverse a escuchar esa voz interior antes de que sea demasiado tarde.