Cacería de Brujas
Críticas
3,5
Buena
Cacería de Brujas

Los límites de la corrección moral y la cancelación en tiempos actuales

por Luis Fernando Galván

Desde la sutileza afectiva de Call Me by Your Name hasta la visceralidad de Suspiria o el romanticismo carnal de Bones and All, el cine de Luca Guadagnino ha explorado la tensión entre deseo, poder y fragilidad humana. En cada una de sus obras late una preocupación constante por los cuerpos y las emociones, por los vínculos que se forman y se destruyen en espacios donde la intimidad se confunde con la dominación. A diferencia de otros autores con estilos más rígidos, Guadagnino se reinventa en cada proyecto, modulando su estética y tono según las pasiones que desea diseccionar.

Tras el doble reto que supuso Challengers y Queer en 2024 (la primera, un drama sensual y deportivo; la segunda, una adaptación introspectiva y melancólica de William S. Burroughs), el director italiano regresa con Cacería de brujas, un thriller psicológico ambientado en la Universidad de Yale. Aquí abandona la exuberancia visual de sus anteriores filmes para adentrarse en un territorio más austero y claustrofóbico, donde la palabra, la mirada y el silencio adquieren un peso devastador. Con una puesta en escena elegante pero contenida, Guadagnino examina los dilemas éticos y las batallas morales que se libran en los márgenes del poder académico.

Sony Pictures Entertainment

Una universidad convertida en campo de batalla moral

La historia sigue a Alma Imhoff, interpretada con magistral contención por Julia Roberts. Profesora de filosofía en Yale y candidata a una cátedra, Alma encarna la estabilidad y el prestigio académico, hasta que una acusación de abuso sexual altera su mundo. Su estudiante más brillante, Maggie (Ayo Edebiri), le confiesa haber sido víctima del profesor Hank (Andrew Garfield), un hombre carismático y ambiguo con quien Alma mantiene una relación de amistad, confianza intelectual y, quizá, algo más. La denuncia divide al claustro de profesores, erosiona amistades y coloca a Alma en el centro de un dilema ético imposible: creerle a su alumna o proteger a su colega.

El director elige no mostrar nunca el hecho que origina el conflicto (la supuesta violación) y convierte esa omisión en el corazón del relato. En lugar de pruebas, hay conjeturas; en lugar de respuestas, una tensión constante que obliga a tomar partido. Es, en el fondo, una película sobre cómo creemos y por qué lo hacemos cuando el conocimiento ya no basta.

El espectador se enfrenta a un terreno movedizo donde no puede apoyarse en un hecho empírico, sino únicamente en la creencia. En esa suspensión de la certeza, Guadagnino coloca a sus personajes y al público en una posición moral ambigua: decidir sin pruebas. La película se vuelve así un laboratorio del juicio humano, un escenario donde, como decía el filósofo William James en La voluntad de creer, la fe se vuelve una apuesta inevitable.

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La complejidad de las zonas grises: culpa, inocencia y ambigüedad

No hay víctimas ni culpables absolutos, sino una red de emociones, miedos y secretos que desenmascaran las zonas grises del comportamiento humano. Mientras la universidad se convierte en un microcosmos del debate contemporáneo sobre el consentimiento, el poder y la cancelación, Alma debe enfrentarse no solo a la verdad ajena, sino también a las sombras de su propio pasado, que resurgen con fuerza para amenazar su reputación y su carrera.

En Cacería de brujas, el conflicto externo (la acusación de abuso) es solo la superficie de un drama más profundo. Guadagnino emplea la arquitectura elegante de Yale como escenario de una caza simbólica: una búsqueda de la verdad que se vuelve indistinguible de la persecución. La cámara del cinefotógrafo Malik Hassan Sayeed se acerca con insistencia a los rostros, a las manos que se rozan, a los silencios que se prolongan demasiado. No hay gestos superfluos: cada plano encierra una sospecha. El director parece más interesado en capturar la incomodidad que en resolverla, y en ese terreno incómodo reside la fuerza del filme.

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La película se aleja de la narrativa tradicional del “escándalo universitario” para internarse en una exploración filosófica sobre la verdad y la percepción. Guadagnino, apoyado en la guionista debutante Nora Garrett, construye un relato que cuestiona el modo en que las instituciones gestionan la culpa y la inocencia. En lugar de dictar una sentencia moral, Cacería de brujas invita al espectador a convivir con la incertidumbre. Cada conversación, cada mirada o cada omisión pone en duda las jerarquías entre víctima y victimario, autoridad y subordinación, ética y deseo.

En varios momentos, el filme remite al cine intelectual de Woody Allen; no solo en la tipografía de los créditos iniciales (¿acaso un homenaje, una burla o una provocación al polémico historial del cineasta responsable de Annie Hall y Manhattan?), sino también en la cadencia de los diálogos, donde la inteligencia se mezcla con la ironía y la neurosis con el ingenio. Sin embargo, Guadagnino imprime su sello personal mediante una textura visual de refinada sensualidad. Los tonos fríos, las luces tenues y los encuadres cerrados componen un universo de apariencias donde la belleza sirve como máscara del conflicto. La música de Trent Reznor y Atticus Ross refuerza este contraste: un acompañamiento sonoro que oscila entre lo etéreo y lo disonante, traduciendo el desorden interno de los personajes.

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Julia Roberts, Andrew Garfield y Ayo Edebiri: un triángulo entre sospecha y confianza

Uno de los grandes logros de Cacería de brujas es su dirección de actores. Julia Roberts ofrece una interpretación introspectiva, alejada de la imagen luminosa que la consagró en los años noventa en películas como Mujer bonita y La boda de mi mejor amigo. Su Alma es una mujer dividida entre la lucidez y la culpa, entre la razón filosófica y la vulnerabilidad emocional. Andrew Garfield, en cambio, encarna con precisión al profesor encantador cuya empatía resulta sospechosa, mientras que Ayo Edebiri aporta una energía fresca y combativa que canaliza la indignación de una generación que exige transparencia.

El filme también traza una clara línea de fractura generacional. Alma pertenece a un mundo académico que ha normalizado los silencios y los pactos implícitos, mientras que Maggie representa la voz de quienes se niegan a callar. En esa tensión, Guadagnino captura una crisis de valores contemporánea: cómo redefinir la autoridad sin destruirla, cómo conciliar el ideal de justicia con la fragilidad humana. No hay discursos panfletarios ni moralejas; solo el retrato incómodo de un sistema en mutación.

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Filosofía en tensión: creer, dudar y decidir en tiempos de incertidumbre

Sin embargo, la apuesta de Guadagnino no está exenta de riesgos. La densidad filosófica del guion, los silencios prolongados y el ritmo pausado pueden alejar a quienes esperen un thriller más convencional. En ciertos pasajes, el filme parece atrapado en su propia elegancia, reacio a ceder a la tensión que promete. Pero incluso en sus momentos más fríos, la puesta en escena mantiene una coherencia estética que subraya la alienación moral de sus personajes.

Desde una perspectiva formal, Cacería de brujas se inscribe en la tradición del campus movie, junto a obras como Un hombre irracional de Woody Allen o Un hombre serio de los hermanos Ethan y Joel Coen, pero con una sensibilidad europea más cercana a Claude Chabrol y su disección de las apariencias burguesas. Guadagnino desplaza el suspenso hacia lo psicológico, desnudando la hipocresía de un entorno que se cree ilustrado pero funciona bajo las mismas pulsiones de poder que critica.

En el fondo, el filme es una meditación sobre el lenguaje y su capacidad destructiva. Una palabra puede arruinar una carrera, una frase malinterpretada puede convertirse en una condena pública. Guadagnino muestra cómo, en una era dominada por el ruido de las redes y los juicios instantáneos, la verdad se vuelve un campo minado. Alma, filósofa de profesión, se descubre incapaz de aplicar a su vida las categorías éticas de Søren Kierkegaard, Michel Foucault o Hannah Arendt que enseña, atrapada en un laberinto donde pensar ya no basta para salvarse.

Con Cacería de brujas, el cineasta italiano firma una de sus películas más incómodas y conceptualmente ricas. No es un filme de certezas, sino de fisuras. Un retrato del presente donde el poder, el deseo y la ética se entrelazan hasta volverse indistinguibles. Puede que no alcance la intensidad emocional de Call Me by Your Name ni el delirio sensorial de Suspiria, pero su sobriedad y su ambigüedad moral la convierten en una obra de madurez. Guadagnino no ofrece respuestas; apenas abre heridas que seguirán supurando mucho después del fundido final.

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