Mente Maestra
Críticas
4,5
Imprescindible
Mente Maestra

Cuando el mito del genio criminal se convierte en una fábula sobre el fracaso

por Luis Fernando Galván

En la filmografía de Kelly Reichardt, la quietud siempre ha sido una forma de resistencia. Desde Wendy y Lucy (protagonizada por Michelle Williams) hasta First Cow (con John Magaro y Toby Jones), su cine ha explorado la precariedad, la soledad y las fracturas sociales a través de personajes desplazados, seres que transitan los márgenes del sueño americano. Su mirada minimalista, paciente y profundamente humana convierte lo cotidiano en materia política. Reichardt observa sin estridencias, dejando que el silencio y la espera revelen tensiones estructurales como la desigualdad, el desamparo y la pérdida de sentido en un país obsesionado con la productividad.

Mente maestra, su más reciente filme, continúa esa línea de trabajo pero desde una perspectiva irónica y corrosiva. Aquí, Reichardt toma los códigos del heist movie (el género del robo planificado y del ingenio criminal) para desarmarlos por completo. No hay grandes persecuciones ni héroes ingeniosos. Hay torpeza, desorden y una amarga lucidez. Como si Atrápame si puedes (la comedia criminal de Steven Spielberg con Leonardo DiCaprio y Tom Hanks) fuera filmada por un espíritu fatigado, el relato se convierte en una autopsia del fracaso masculino y de las ilusiones de control que sostienen al capitalismo estadounidense. La directora utiliza el género no para celebrar la astucia del ladrón, sino para exponer la fragilidad moral de una sociedad construida sobre la codicia.

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El robo sin gloria: una postura crítica sobre fracaso

La historia transcurre en los años setenta, en un tranquilo rincón de Massachusetts. J.B. Mooney (interpretado por un espléndido Josh O’Connor) es un hombre frustrado que vive a expensas de los padres de su esposa, Terri (Alana Haim). Desempleado, disperso y egoísta, J.B. pasa sus días divagando entre responsabilidades que no asume. Durante una visita al museo local, concibe el absurdo plan de robar cuatro pinturas del artista Arthur Dove. Sin cómplices verdaderos, sin talento y sin sentido práctico, improvisa una operación que solo puede terminar en desastre. La película sigue su torpe tentativa y sus consecuencias, que lo empujan a un callejón cada vez más oscuro y patético.

La trama, inspirada en un robo real ocurrido en 1972 en el Worcester Art Museum, se desarrolla con la parsimonia característica de Reichardt. La directora de Ciertas mujeres y Showing Up no busca el suspenso ni el ritmo vertiginoso, sino el peso moral del gesto. El robo, más que un acto delictivo, se convierte en una especie de performance del fracaso. J.B. no roba por dinero, sino por una necesidad difusa de reconocimiento, por la ilusión de tener control sobre algo en un mundo que lo ignora. Su robo no es más que un intento infantil de afirmar una identidad perdida, y en ese gesto se condensa toda una crítica al vacío existencial del sujeto americano.

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El sentido estético de Kelly Reichardt: la quietud, la pausa y el vacío frente al ruido, la espectacularidad y la velocidad

Desde el punto de vista estético, Mente maestra mantiene la sobriedad formal que distingue a Reichardt. La cámara de Christopher Blauvelt encuadra los espacios con geometría y calma, capturando la monotonía de los suburbios y la frialdad de los museos como reflejos del alma del protagonista. El montaje, a cargo de la propia directora, alterna silencios prolongados con breves estallidos de acción, siempre contenidos por la música jazz del compositor Rob Mazurek. Esa banda sonora, llena de improvisaciones y disonancias, marca el ritmo interior del relato en un movimiento que avanza, se detiene y vuelve a respirar, como un corazón que late entre la apatía, la decepción y el deseo.

El humor del filme es tan sutil como despiadado. Reichardt juega con la torpeza de su ladrón como una metáfora de una sociedad individualista que ha perdido la noción de lo colectivo. J.B., incapaz de sostener a su familia, se aferra a una fantasía de triunfo individual que se desmorona con cada error. El resultado es una obra con momentos de comedia ácida que se transforma, poco a poco, en una elegía política. En sus tropiezos, en sus mentiras y en su desconexión emocional, el protagonista encarna la ruina moral de una clase media que prefiere el autoengaño antes que admitir su propia decadencia.

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Un espejo del sueño americano en ruinas

En una de sus películas anteriores, Meek’s Cutoff, Reichardt había contado la historia de un guía que conduce a su comunidad al desierto sin rumbo alguno: una parábola sobre la ceguera del liderazgo. En Mente maestra, esa ceguera adopta una forma doméstica y contemporánea. J.B. es un líder de sí mismo, un hombre que confunde la autonomía con la irresponsabilidad. Su viaje no es hacia el oeste, sino hacia la insignificancia. Cada una de sus decisiones (abandonar a los hijos, manipular a su esposa, aprovecharse de sus amigos, engañar a todos) lo hunde un poco más en un vacío moral que remite directamente al derrumbe del sueño americano.

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Alana Haim, en el papel de Terri, representa el contrapunto silencioso del relato. Su mirada, siempre distante, encierra una mezcla de resignación y juicio moral. La artista musical y actriz que debutó en Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson, es la conciencia que el protagonista ha perdido, la figura que observa cómo su esposo se consume en su propia farsa. Junto a ella, la madre interpretada por Hope Davis completa el retrato de un matriarcado impotente que sostiene, a través del dinero y del afecto, las ruinas de una masculinidad desorientada. En ese sentido, la película no sólo es una sátira del fracaso masculino, sino también una lectura feminista del agotamiento del modelo patriarcal.

A medida que el relato avanza, Mente maestra se desplaza del tono de comedia amarga hacia un registro político más directo. Las protestas contra la guerra de Vietnam, apenas insinuadas al principio, irrumpen en el tramo final, recordando que el caos personal de J.B. es reflejo de una nación en crisis. El crimen, el engaño y el abandono no son accidentes morales, sino síntomas de un sistema donde la ambición y la frustración caminan juntas. El fracaso del ladrón es también el de una sociedad que ha confundido libertad con impunidad.

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El arte de perder: una lección de lucidez

En su tramo final, la película adquiere una claridad inquietante. Reichardt no busca redención ni castigo ejemplar, sino una lucidez devastadora. J.B. termina solo, sin dinero, sin arte y sin familia, víctima de su propio egoísmo. Pero la directora evita cualquier gesto moralizante: lo que importa no es el destino del personaje, sino la estructura cultural que lo produjo. Su caída no es una excepción, sino una norma. En esa mirada sin dramatismo, Mente maestra alcanza una profundidad ética que pocas películas contemporáneas logran.

El resultado es un filme que subvierte las expectativas del espectador y redefine el género desde dentro. Donde otros verían acción y persecusión, Reichardt encuentra contemplación; donde esperaríamos ingenio, ofrece torpeza; donde solemos buscar glamour, propone desencanto; donde se esperaría triunfo, deja espacio para la persistencia silenciosa del error. En ese gesto, su cine se reafirma como una forma de resistencia frente a la velocidad y la espectacularidad dominante de Hollywood.

Con Mente maestra, Reichardt demuestra una vez más que su verdadera habilidad no está en construir tramas, sino en desarmarlas. Su cine no nos invita a admirar el genio de un delincuente, sino a mirar de frente la mediocridad que se esconde detrás de la ambición. Entre el jazz y el silencio, entre la comedia y la tragedia, Reichardt entrega una película sobre el arte de perder y sobre cómo, en ese fracaso, se revela una de las verdades más incómodas del presente humano.

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