El cine de Guillermo del Toro es un universo singular donde lo monstruoso convive con la fragilidad humana, a menudo teñido por una iconografía profunda y simbólica. Esta imaginería no es casual; el director de Cronos y El laberinto del fauno creció en un hogar estrictamente católico en Guadalajara, una experiencia que, si bien lo llevó a rechazar la religión institucional, marcó de forma indeleble su visión artística.
Él mismo ha reconocido la influencia del catolicismo en su estética, llegando a afirmar que no entendió la figura del santo hasta que vio el Frankenstein de Boris Karloff, en la versión de James Whale de 1931, equiparando a la criatura con una figura de sufrimiento y redención. Es precisamente este bagaje cultural el que enriquece sus narrativas, proporcionando un trasfondo temático que conecta sus historias con arquetipos universales de culpa, castigo y salvación.
Ahora, su versión de Frankenstein, disponible en Netflix, con la temática de creación, abandono y el anhelo de aceptación, ya porta una poderosa carga de simbolismo bíblico. Bajo la óptica de un cineasta profundamente familiarizado con la iconografía y los dogmas católicos, el relato de la criatura y el creador se convierten en figuras con profundos ecos cristianos.
La visión del Ángel Oscuro como experiencia de lo numinoso
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La aparición del llamado Ángel Oscuro se convierte en una de las secuencias más cargadas de simbolismo teológico. Victor Frankenstein (Oscar Isaac) lo contempla no como una simple visión, sino como una epifanía que desborda toda lógica humana. Este encuentro con lo numinoso, en el sentido que proponía Rudolf Otto, coloca al protagonista frente al mysterium tremendum: el terror sagrado que proviene de sentirse observado por una fuerza divina y abrumadora.
Del Toro recupera aquí la tradición de los profetas bíblicos que, al ser tocados por lo divino, experimentan el horror de la revelación. Victor, al igual que Isaías o Ezequiel, se siente pequeño y vulnerable frente a un ser que encarna tanto la belleza como la destrucción. Esta escena no solo anticipa su ambición de “jugar a ser Dios”, sino que revela la raíz de su fascinación con la transgresión sagrada: la voluntad de capturar esa chispa divina que lo aterra y lo atrae.
Elizabeth y la compasión ante el cuerpo del mártir
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Cuando Elizabeth (Mia Goth) sube a la torre y observa el cuerpo sobre el que Victor experimenta, la película da un giro hacia lo contemplativo. En lugar de gritar o apartarse horrorizada, ella muestra un gesto de ternura y dice que el cadáver le recuerda a los mártires. La referencia no es gratuita: para del Toro, el cuerpo mutilado o sufriente siempre ha sido un símbolo de pureza espiritual. Así como los santos cristianos soportaban la tortura por su fe, ese cuerpo inerte parece haber entregado su vida en un sacrificio mayor, uno que aún no comprendemos.
Elizabeth encarna la mirada compasiva frente al sufrimiento, un tema recurrente en la obra del director. Su actitud ante el cadáver no es de miedo sino de reconocimiento: ve en ese cuerpo un testimonio de resistencia, una figura casi sagrada. De algún modo, se convierte en la primera persona que trata a la creación de Victor con piedad, anticipando el drama moral que se desarrollará más adelante. La mención a los mártires introduce la idea de que incluso en la deformidad o la muerte puede residir la presencia de lo divino, una idea central tanto en la teología cristiana como en el pensamiento del director mexicano.
El cuerpo crucificado bajo la tormenta
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Durante la célebre secuencia en la que Victor utiliza la tormenta para infundir vida al cadáver, del Toro dota la escena de un simbolismo abiertamente cristológico. El cuerpo del experimento es suspendido con los brazos extendidos, adoptando la forma de una cruz. El resplandor de los relámpagos ilumina su piel pálida como si fuera un lienzo sagrado, y el momento de la descarga eléctrica adquiere el tono de una transfiguración. La ciencia se confunde con el rito, y el rayo (manifestación divina en muchas tradiciones bíblicas) actúa como un soplo de vida.
Lejos de presentar la resurrección del monstruo como un triunfo científico, del Toro la muestra como un acto de blasfemia y fe simultáneamente. Victor se erige como un sacerdote oscuro que celebra una liturgia invertida: no busca crear vida, sino derrotar a la muerte. El cuerpo crucificado no simboliza salvación, sino soberbia. En este gesto visual, el director mexicano sugiere que cada intento humano de alcanzar el poder de Dios está condenado a repetir el sacrificio, pero sin la posibilidad de redención.
La primera criatura y la repetición del Edén
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En un eco directo del Génesis, la criatura interpretada por Jacob Elordi exige a su creador una compañera, reproduciendo el deseo de Adán de no estar solo en el Paraíso. Del Toro transforma esta petición en un momento de profunda carga teológica: la criatura no busca placer, sino redención a través del amor. Su reclamo se convierte en una súplica por el derecho a compartir su sufrimiento, un gesto que recuerda la compasión divina hacia la soledad del primer hombre.
El laboratorio, entonces, se convierte en un falso Edén, un espacio donde el amor y la vida son fabricados artificialmente. El diálogo entre Victor y su criatura plantea una reflexión sobre la responsabilidad del creador hacia su obra, similar a la relación entre Dios y la humanidad. En su negativa, Victor reproduce el acto de expulsión: niega a su criatura la posibilidad de completar su mundo y la condena al exilio emocional. Del Toro convierte este conflicto en una parábola moderna sobre el amor y la caída, donde la falta de reciprocidad entre el creador y su creación reitera el drama teológico del Edén perdido, pero ahora desde la perspectiva del ser abandonado.
“Soy hijo de un osario”: la fe entre los huesos
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Cuando Victor pronuncia la frase “soy hijo de un osario”, del Toro introduce una metáfora que condensa su vínculo con la muerte y con la religión. El osario, lugar donde reposan los huesos de los muertos, remite a las antiguas criptas e iglesias barrocas europeas donde los restos humanos formaban parte de la arquitectura sagrada. Así, la frase puede leerse como una confesión: Victor reconoce haber nacido espiritualmente entre los muertos, como si su vocación científica fuese una prolongación del culto cristiano a las reliquias.
Esta declaración también puede entenderse como una forma de herejía poética. Victor, al proclamarse hijo de un osario, asume que su conocimiento proviene de la muerte, no de la revelación divina. Del Toro utiliza esa imagen para enfatizar que el científico no rechaza la espiritualidad, sino que la reinterpreta desde la carne y la descomposición. En su Frankenstein, los huesos, los cuerpos y la putrefacción no representan la ausencia de Dios, sino su huella: un recordatorio de que la creación sigue siendo un eco de lo sagrado.