Una película prohibida, ofensiva y absolutamente imposible de olvidar cambió para siempre el cine hace más de cinco décadas. Su estética kitsch, su humor repugnante y su desafío frontal a los tabúes la convirtieron en un mito cultural.
Pink Flamingos, dirigida por John Waters, no solo se convirtió en una de las obras más controversiales del cine independiente, sino en un punto de quiebre para entender la estética de la transgresión. Hoy, 53 años después, su legado sigue siendo inseparable de conceptos como el camp y el kitsch, recuperados por teóricas como Susan Sontag, quien entendía estas sensibilidades como formas de exceso, ironía y subversión de las normas del gusto dominante.
Su estreno en el Baltimore Film Festival, en 1972, marcó el nacimiento de un mito instantáneo. En una época convulsa, Waters presentó un filme que no simplemente empujaba límites, sino que los pulverizaba. Canibalismo, voyeurismo, castración, violaciones, fetichismos e incluso la famosa escena de Divine comiendo heces hicieron que críticos como Roger Ebert se rehusaran a llamarla “película”. Pero ese rechazo solo encendió la curiosidad del público joven que abarrotó las funciones de medianoche.
‘Pink Flamingos’: la polémica joya kitsch que escandalizó al mundo y se volvió un clásico prohibido
Pink Flamingos narra la disputa por el título de la persona más inmunda del mundo entre Divine (bajo el alias Babs Johnson) y la pareja de villanos Raymond y Connie Marble. Entre secuencias infames y actos deliberadamente repugnantes, Waters construye una sátira feroz de la moral conservadora estadounidense, presentando a sus personajes como parodias excesivas de los roles sociales y sexuales. Esta exageración, vista desde el lente del camp, funciona como un espejo deformante que revela la hipocresía del orden social.
La película nace desde los márgenes y para los márgenes. Waters y su grupo de colaboradores, los Dreamlanders, eran outsiders conscientes de que su misión artística consistía en desafiar el buen gusto burgués y cuestionar las estructuras de poder. Como escribió el propio director en Shock Value, existía una diferencia entre el mal gusto “malo” y el mal gusto “bueno”: este último debía ser creativo, estilizado y capaz de provocar una risa incómoda. Pink Flamingos llevó esta filosofía al extremo, demostrando que para comprender el kitsch, tal como señala Sontag. es necesario admitir que su valor reside en la exageración y el artificio.
En ese sentido, la película no solo escandalizó: anticipó fenómenos culturales enteros. Waters absorbió el clima político y social de su tiempo (la liberación sexual, la cultura hippie, el auge de la pornografía legal y las tensiones post-Manson) y lo transformó en un grito punk. Los Marbles, con su cabello teñido con marcadores, la violencia performativa de los invitados a la fiesta de Divine y la energía explosiva de sus personajes anunciaban una estética contracultural que poco después sería retomada en la música y la moda.
El impacto de ‘Pink Flamingos’ sigue vivo medio siglo después
El legado de Pink Flamingos también descansa en su sentido del humor ácido, que lo distingue de otras obras extremas. A diferencia de películas de explotación o de horror radical, Waters sabía que, detrás del vómito y la inmundicia, lo esencial era el ingenio. Sus diálogos, particularmente las diatribas de Divine, continúan siendo citados medio siglo después. Esa capacidad para tejer lo grotesco y lo ingenioso es lo que convierte la cinta en un clásico del camp, una estética que, según Sontag, celebra lo artificial, lo teatral y lo exagerado como herramientas de liberación cultural.
Con el paso de las décadas, Pink Flamingos no ha perdido su filo. De hecho, el mundo se ha puesto a su altura. En una era donde los reality shows buscan constantemente superar lo grotesco para captar audiencias y donde lo extremo se ha vuelto parte de la cultura digital, la película parece más profética que perturbadora. Hoy, reconocida por el National Film Registry como pieza cultural e histórica, la obra de Waters permanece como una bofetada al conformismo, un recordatorio de que lo camp y lo kitsch pueden ser armas políticas, y una celebración irreverente de la libertad absoluta.