Con motivo del estreno de Frankenstein en Netflix, el interés por los orígenes de la historia escrita por Mary Shelley ha resurgido. Guillermo del Toro ha decidido revisitar el mito desde una mirada profundamente humana, sensible y emocional, alejándose del terror convencional para centrarse en los dilemas morales del creador y su criatura.
Como en sus obras previas, incluyendo El laberinto del fauno y La forma del agua, del Toro explora los límites entre la ciencia, la fe y la empatía hacia los seres marginados. En esta nueva adaptación, protagonizada por Jacob Elordi, Oscar Isaac y Mia Goth, el director se sumerge en la esencia trágica de la novela, una historia que nació en un contexto tan perturbador como fascinante: el auge de la anatomía moderna y el tráfico ilegal de cuerpos humanos.
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La Ley de Asesinatos de 1751: el oscuro y siniestro precedente de ‘Frankenstein’
Durante el siglo XVIII, el estudio de la anatomía humana vivía un auge sin precedentes en Inglaterra. Los avances científicos exigían cuerpos para la enseñanza médica, pero la ley sólo permitía el uso de cadáveres de criminales ejecutados. Fue así como, en 1751, el Parlamento británico aprobó la llamada Ley de Asesinatos, que autorizaba a los cirujanos a utilizar los cuerpos de asesinos condenados con fines educativos.
Sin embargo, esa medida resultó insuficiente. Con el crecimiento de las escuelas de medicina, la demanda de cuerpos se disparó. Pronto surgió un oscuro comercio clandestino: bandas de “resurreccionistas” comenzaron a desenterrar cadáveres de los cementerios durante la noche para venderlos a profesores y estudiantes de anatomía. Estos grupos operaban en las sombras, alimentando un mercado que convirtió a los muertos en mercancía.
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El Acta de Anatomía de 1832: la necesidad de límites legales en la investigación científic
El escándalo alcanzó su punto más siniestro a finales de la década de 1820, cuando William Burke y William Hare, en lugar de robar tumbas, optaron por asesinar a personas vivas para vender sus cuerpos a la Universidad de Edimburgo. Entre 1827 y 1828 cometieron 16 asesinatos, cuyos cadáveres entregaron al reconocido anatomista Robert Knox. El caso conmocionó a la sociedad británica y desató una ola de indignación pública que obligó al Parlamento a reformar la ley.
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Esa presión derivó en la aprobación del Acta de Anatomía de 1832, una legislación que, por primera vez, permitió a los médicos y profesores acceder de forma legal a los cuerpos no reclamados de hospitales, cárceles y asilos. La ley también estableció la posibilidad de donar voluntariamente el cuerpo de un familiar fallecido para el estudio científico. Era el inicio de una nueva era para la medicina moderna y el fin de las lúgubres noches de profanación.
El trasfondo de estos hechos no sólo explica la atmósfera gótica que impregna Frankenstein, sino también la obsesión de Mary Shelley por los límites de la ciencia y el poder creador del hombre. En una época donde los anatomistas manipulaban cuerpos recién desenterrados, imaginar a un joven científico que intenta dar vida a un cuerpo armado con fragmentos humanos no era una fantasía tan descabellada. Shelley transformó aquel terror social en una parábola sobre la ambición, la culpa y la soledad.