A lo largo de las últimas décadas, el cine ha demostrado una sorprendente capacidad para reinventar la figura del vampiro, alejándola del puro terror gótico para explorar territorios más íntimos, emocionales y, en ocasiones, profundamente existenciales. Películas como Sólo los amantes sobreviven de Jim Jarmusch resignificaron al vampiro como un ser melancólico atrapado en la eternidad; mientras que Una chica regresa sola a casa de noche de Ana Lily Amirpour convirtió al monstruo clásico en un ícono feminista envuelto en atmósferas neo-noir.
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En ese contexto de reinvención constante, la llegada de Vampira humanista busca suicida a Netflix se siente como el eslabón perfecto entre la sensibilidad indie contemporánea y el mito vampírico. La ópera prima de Ariane Louis-Seize retoma los códigos del coming-of-age y la fantasía juvenil para transformarlos en un relato que apuesta por la vulnerabilidad, la empatía y el derecho a elegir cómo vivir y cómo no morir.
La historia sigue a Sasha, interpretada con una mezcla perfecta de cansancio eterno y dulzura tímida por Sara Montpetit. Aunque tiene 68 años, su cuerpo está atrapado en la adolescencia y su sensibilidad la condena ya que es incapaz de matar para alimentarse. Su dilema recuerda vagamente a clásicos como Entrevista con el vampiro o incluso a los conflictos emocionales de Crepúsculo, pero la película lo utiliza como punto de partida para explorar cuestiones mucho más profundas, desde la salud mental hasta la dificultad de conectar con otros en un mundo que se siente cada vez más hostil.
Art et essai
‘Vampira humanista busca suicida’: la nueva joya vampírica que te conmoverá
Cuando sus padres deciden poner fin a su suministro de sangre (un gesto tan absurdo como doloroso), Sasha es enviada a vivir con su prima Denise, una vampira feroz cuya visión depredadora del mundo contrasta en todo momento con la fragilidad de la protagonista. Esta convivencia forzada no sólo es uno de los elementos más cómicos del filme, sino también el motor que empuja a Sasha a buscar alternativas que le permitan sobrevivir sin traicionarse a sí misma.
Es entonces cuando entra en escena Paul, un adolescente solitario que ha perdido la voluntad de vivir y que, en un intento fallido de suicidio, se cruza inesperadamente con Sasha. Lo que podría haber sido un encuentro macabro se convierte en una extraña alianza: Paul se ofrece voluntariamente como la primera víctima de Sasha, planteando un pacto ético insólito dentro del cine vampírico contemporáneo. Así comienza un viaje nocturno en el que ambos buscan, más que resolver un problema práctico, encontrar una razón para existir en medio de su propio vacío emocional.
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La química entre Montpetit y Félix-Antoine Bénard sostiene con naturalidad la mezcla de humor, melancolía y ternura que define a la película. Paul es vulnerable, ansioso y profundamente humano, mientras que Sasha oscila entre su desgaste existencial y los tímidos destellos de un despertar emocional. Juntos forman una pareja improbable, pero encantadora, capaz de hacer que el público se involucre en su historia incluso cuando el rumbo parece previsible. Entre líneas, el filme plantea preguntas sutiles sobre el consentimiento, el deseo y la forma en que las personas lidian con la idea de la muerte.
A nivel visual, Louis-Seize construye un mundo nocturno donde la sombra funciona como refugio y amenaza a la vez. Los interiores bañados en tonos cálidos, las luces bajas y los estallidos ocasionales de color reflejan los diminutos momentos de alegría que Sasha y Paul encuentran en medio del desasosiego. La atmósfera remite al cine independiente de los noventa e incluso a la estética de Jarmusch, aportando una identidad visual elegante, minimalista y emocionalmente coherente.