En Cuando cierro los ojos, Adela y Marcelino tienen mucho en común: ambos fueron trabajadores de sus comunidades indígenas, lucharon día a día por subsistir y sobrevivir y, como muchos miembros de su región, veían la indiferencia del gobierno y las autoridades para su seguridad y servicios básicos. Desafortunadamente ambos también fueron acusados de crímenes que no cometieron: Adela fue sentenciada a nueva años de prisión, acusada de asesinar a su cuñado, mientras que Marcelino fue condenado a más de treinta años por un crimen que no cometió. Ella hablante de mazateco y él de mixteco no contaron con un intérprete apropiado para entender y explicar su situación legal. Fueron torturados, física y psicológicamente para confesar delitos que desconocían y firmar documentos que no comprendían. Su caso es uno de tantos en comunidades indígenas, donde inocentes son acusados y sentenciados sin garantizar una defensa justa, víctimas de un aparato que les ha negado la justicia.
El injusto idioma de la ley
por Octavio Alfaro