La nueva película de Guillermo del Toro para Netflix reinterpreta el mito de Frankenstein desde una mirada íntima y profundamente simbólica. En ella, la historia del científico (Oscar Isaac) que desafía los límites de la creación humana se transforma en una reflexión sobre el perdón, la culpa y la relación entre un padre y su hijo. El fuego prometeico, los ecos bíblicos de la caída y los arquetipos mitológicos del creador y su criatura atraviesan la narrativa con la sutileza poética que caracteriza al cineasta mexicano.
Del Toro ha descrito la novela de Mary Shelley como su Biblia, y su versión cinematográfica no podría ser más fiel a esa idea. Cada plano parece escrito con la tinta del mito: el hombre que se cree Dios, la criatura que busca su lugar en el mundo, la tragedia de una paternidad rota. Como en sus mejores obras, la espiritualidad se mezcla con la oscuridad gótica y con una constante melancolía por la imperfección humana.
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Antes de ‘Frankenstein’, Guillermo del Toro ya había desafiado a Dios
No es casual que del Toro, a lo largo de su filmografía, haya estado fascinado por lo sobrenatural. En su universo, los fantasmas, demonios y seres fantásticos no son simples amenazas, sino metáforas de la soledad, el deseo o el miedo a perder la inocencia. Así ocurre en Hellboy, donde lo infernal se vuelve heroico; en El laberinto del fauno, donde lo mágico surge en medio del horror de la guerra; o en Pinocho, donde un hada etérea enseña a un niño de madera las leyes de la mortalidad.
En Frankenstein, esa visión alcanza una madurez absoluta: la figura del Ángel Oscuro, mitad redentor y mitad condena, se convierte en símbolo de la dualidad entre ciencia y fe, razón y misterio. Las criaturas de del Toro nunca son enteramente malignas ni enteramente puras. Son reflejos de lo humano, como si cada monstruo escondiera la silueta de su creador.
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El pacto sobrenatural que marcó el inicio de la carrera de Guillermo del Toro
Esa fascinación por lo prohibido y lo trascendente no nació en los grandes estudios de Hollywood, sino mucho antes, en un pequeño cortometraje que del Toro realizó a los 23 años. En 1987, el joven cineasta tapatío dirigió Geometría, una historia breve en la que un adolescente desesperado invoca a un demonio para aprobar una asignatura que siempre reprueba. La premisa, tan absurda como ingeniosa, ya anunciaba su talento para mezclar lo macabro con el humor.
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En el cortometraje, el protagonista, harto de los regaños de su madre y decidido a no volver a fallar, realiza un ritual de espiritismo con la esperanza de obtener ayuda sobrenatural. Un espíritu aparece dispuesto a cumplir su deseo: promete que jamás volverá a preocuparse por geometría. Pero un pequeño error en los cálculos, cuando el joven traza un hexágono en lugar de un pentágono protector, desata una consecuencia inesperada y siniestra.
A pesar de su bajo presupuesto, Geometría ya mostraba el estilo visual que más tarde definiría al director de La cumbre escarlata y La forma del agua: colores intensos, atmósferas densas, texturas de terror artesanal y una fascinación por los pactos entre lo humano y lo demoníaco. Inspirado libremente en un cuento de Fredric Brown con ecos al Fausto de Goethe, el corto combina la estética del cine giallo con una estructura moral cercana a los relatos de la Edad Media: quien busca una solución fácil al conocimiento termina enfrentando sus propias tinieblas.